Bitacora del Desamor II.
La bondad de estas gentes, la buena fé o simplemente la fé, proselitista de estas gentes.
El alcohol que corroe a tal punto que el siguiente trago es a punto de vómito, el vómito que no es vómito y solo es amenaza gástrica, la fé que se diluye amenazante y un vómito que no llega a ser nausea y solo es bilis anegada, petróleo en el mar, óleo en las entrañas enmascarando el esmeralda de las mareas más obtusas, más lentas, tan amargas.
Una callejón que pierde oblicuidad por dejar de ser empedrado para sentirse adoquín en cada pisada, tan difícil de recorrer, durísimo en cada paso, gélido con la frialdad del viento torrencial que lo demarca, lo cuadricula, lo ciñe y lo estampa, brisa marina, lejanísima, tan proximal, tan reptante, tan recurrente, tan despojada de soles, al abrigo de la sombra de cada neón ingrávido, botillerías, rotiserías, tiendas de "noseques", del todo, de la nada, de la bisutería más extraña, del disfraz de la sorna.
Un aperitivo apetecible, una mesa como un desván y las viandas, la nobleza de estas gentes, que como gendarmes de su destino, redefinen las vigilias emulándose serviciales hasta el colmo de lo angélico, que bien podría ser lo mismo en el borde discreto de lo sórdido.
Arbitrariamente y misteriosamente las cosas se van disponiendo sutilmente, un beso fortuito es un beso fortuito, casi solo un lenguetazo desde Cristina temeraria, incandescente, locuaz y descaradamente desenamorada.
Abrupta, en su repertorio de gestos fugaces, divinisima de tan impoluta, dama y cadalso de evanescente, tan inapropiadamente mustia y flácida, flagelante, tan apropiadamente olvidable, tan dispuesta, tan prometedoramente indispuesta, tan hormonal al fin, al final y de vuelta y media.
Todos podemos ser un amasijo de cartas, todos podemos ser un revoltijo de palabras, todos podemos ser tan amables como decadentes, todos somos promesas de todos que ninguno le insinuó al otro al oído como el secreto mejor guardado, pero al final y de vuelta y media, nadie va por la vida, incoherente, inconsistente, semiebrio, estampando besos por allí, como va, como fué Cristina, y acaso, será ese su único y auténtico mérito y tambien el secreto a voces de su esencia febril y apresurada.
Y aunque la visión de un contorno se puede apurar, la visión de Cristina atropella tanto que tritura, al perro, al hombre, al cadaver que empezó a ser antes que peatón sin siquiera poderse haber dado por enterado como vendedor ambulante.
Cristina, retóricamente, abruptamente, una metáfora finísima, casi poéticamente invidiable, inasible como el sopor, o como la demora en figurarse embistiendo su grupa. Cristina, bestialmente Cristina.
Al borde de la desgracia, al borde del fanatismo, al borde de la vereda, impolutamente conformando el tráfico, siendo traficado y traficando, eructos, genuflecciones, miradas elocuentes, oteos, pedos, jadeos, suspiros, ufanas exhalaciones.
El trance es toda la vida mi querido Fritz, y el impasse es absoluto, la totalidad, categoricamente rebato, debato y confabulo contra una temporalidad mesurable de vendimia en vendimia, de hielo en hielo, de arrebato en arrebato o de probabilidades de cáncer cutáneo en cáncer cutáneo.
Toda primavera no es más que el más decadente atrevimiento, todo verano es muerte, todo invierno es una promesa, la dejadez: el inmanente otoño.
Las temporalidades, si acaso, y con muchísima suerte, son solo rastreras, y por tanto, pretensiosas, vanalmente inasibles, absurdísimas, al igual que las matemáticas, la suma y la resta de los momentus es igual siempre a cero, indefectiblemente, y aún en tanto más, las grafías no tiendan a cero.
Y cuando el pecho se abulta exultante, también se constriñe minimísimo, pues el signo de la hinchazón es el exabrutpo de la contracción, de la estrechez, de lo ínfimo y lo efímero, potencialmente amamos, potencialmente desgajamos honrando la abultez como nuestro mayor padecimiento, y constritos, basurales, detriturales, exalamos ese inevitable último respiro.
Yo no me nutro de ti, no me nutro de mí, no me nutro, acaso solo me amamanto bajo el sol, con palabras.
Y las músicas, que suenan y resuenan en mi mente, fatídicas y fantasiosas, fastidiosas y onerosas en exceso, no alcanzan a emular las pulsiones del que va, se queda, vuelve, piensa, se cree que resuelve, y apenas posterga su muerte.
Pásame la lengua Cristina, pásamela pornográficamente, inmiscúyela en mi boca, hazme callar, cancélame, séllame el verbo, dame de tu silencio dentífrico, hazme callar te lo suplico, amapola mi insolencia de un sorbo, aflórame, redímeme, obtúrame con una bofetada salival.
Y yo me vestiré alhajado de perlas frente al mar, renegrecido de sales, aterido de ganas, y cangrejeramente, no obstante, huiré de tí.
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