Informe del Forense...
“Me aplicaron el electroshock. Se ve que querían sacarme la enfermedad del cuerpo. Pero no me quejo. De qué tendría que quejarme. Los médicos son buenos. Hacen lo que pueden. Recetan, dan consejos. Y además, si me fuera de acá, ¿adónde iría? No tengo nada, no tengo a nadie. En el fondo, los médicos no entienden de estas cosas de la mente, del espíritu. Simplemente toman la temperatura de la piel. Dan pastillas, inyecciones como si se tratara de un almacén. Lo terrible es que nos traen para que uno no se muera en la calle. Y luego todos nos morimos aquí. (De un interno del hospital Borda, revista Crisis, marzo 1974.)
“Hice conmigo lo que no sabía hacer/ y no hice lo que podía./ El disfraz que me puse no era el mío./ Creyeron que yo era el que no era,/ no los desmentí y me perdí./ Cuando quise arrancarme la máscara,/ la tenía pegada a la cara./ Cuando la arranqué y me vi en el espejo,/ estaba desfigurado. Estaba borracho, no podía entrar en mi disfraz.” (Fernando Pessoa, Poemas de Alvaro de Campos.)
“¿La ausencia no es, para quien ama, la más cierta, la más eficaz, la más viva, la más indestructible, la más fiel de las presencias?” (Marcel Proust, Los placeres y los días.)
Caligrafía cortante
Paul Mathis, en “Suicidio, escritura y locura” (revista Psyché Nº 36, julio-agosto 1990), se pregunta por lo real del cuerpo propio y conjetura que, cuando se realiza el acto de dar o darse muerte, el cuerpo, propio o del otro, han devenido representantes de una imagen investida, una imagen a destruir, y en esa confusión “en lugar de destruir la imagen se destruye el cuerpo que la suscita”.
Pero, ¿cómo es que la escritura, en Mishima, no ha sido suficientemente investida como para impedir el suicidio, dejando así que éste tome el lugar del goce? El escritor Cesare Pavese, pocos días antes de suicidarse el 18 de agosto de 1950, escribió: “No palabras. Un gesto. No escribiré más”. Palabras que implican una fusión entre la muerte y la desaparición de la escritura.
Es cierto que lo escrito no es sólo el grafismo de las palabras sino, señala Mathis, “todo lo que nos fuerza a dejar una huella: huellas pintadas, huellas musicales y quizá huellas sobre el cuerpo, que es el material privilegiado, permanente de la inscripción. El cuerpo es el primero y el último lugar del escrito, a través del nacimiento y de la muerte; en el intermedio, la enfermedad, el sufrimiento y el goce”.
El descalabro se instala cuando la inscripción implica el cuerpo; cuando, dice Mathis, “la caligrafía toma al cuerpo como material en el lugar de la materia mineral”. Una particularidad del escritor es trazar rasgos, trazos, signos sucesivos, demarcaciones. Siempre es posible una marca más. Cada falta llama a la palabra que sigue. Pero, aunque es imposible borrar esa falta, “si la palabra se satisface sólo por la palabra que sigue, como una alhaja siempre faltante, vale más a veces para la operación.
Tal es quizás el sentido de la caligrafía cortante del seppuku, que representa probablemente la forma más insensata, más loca, del desorden de la razón, y al mismo tiempo el gesto más interrogativo, más provocativo, aquel que puede poner mayormente en cuestionamiento el sentido de la escritura frente a la muerte”.
En otro texto (“Etica y sexuación”, en Actas de la Escuela Freudiana de París, Ed. Petrel), Mathis señala que Mishima parece lamentar la importancia que para él tienen las palabras, de modo que “reemplazó el metal de la pluma por el del sable”. Así lo expresa Mishima mismo en El sol y el acero: “En la mayoría de las personas, presumo, el cuerpo precede al lenguaje. En mi caso son las palabras las que vinieron en primer lugar; luego, tardíamente, aparentemente con repugnancia y ya vestida de conceptos, vino la carne. No es necesario decir que la carne ya estaba estropeada por las palabras”.
En Confesiones de una máscara revela que la cercanía de una mujer llamada Sonoko le producía un dolor intolerable que hacía “socavar” los cimientos de su existencia. Decidió amar a esa joven, aunque “sin experimentar el más mínimo deseo"; esa noche, cuando llegó a su casa, aparecieron por primera vez ideas de suicidio. La emergencia de un real relativo al cuerpo lo impulsó a la fantasía del suicidio como un modo de conjurar lo inconjurable. La descripción que sigue refleja la cercanía, muy sostenida en su obra y en su vida, entre la belleza y la muerte: “El frío glacial de su mano contra mi piel me produjo el efecto de una puñalada y, sin embargo, era agradable”.
Mishima denuncia el carácter de suplencia de todo intento de reparación de la falta de relación sexual. Pero esto lo conduce a la ilusión de reencontrarla en un punto de excepción: la articulación entre el dolor y el goce a partir de la belleza en general; también, la armonía que deriva de la fuerza y el desarrollo muscular. “A medida que mi cuerpo adquiría musculatura y fuerza, poco a poco se producía en mí una tendencia a aceptar positivamente el dolor, y aumentó el interés que yo sentía por el sufrimiento físico.”
La muerte violenta es cada vez menos evitable, cada vez más imaginada como un “goce magnífico” –en palabras que repite Mishima– que lleva inclusive a anticiparla como un espectáculo, una exhibición de su castración ofrecida al Otro al cual apela. “Se verá exhibiéndose; será mirado tal como él miraba a San Sebastián", dice Paul Mathis.
Mathis advierte que el cuchillo representa el falo ausente y que el acto del seppuku, en su derramamiento de sangre, escenifica un acto sexual, tal como se desprendería de este fragmento: “La víctima comba su cuerpo profiriendo un grito de abandono, un grito lastimoso y un espasmo crispa los músculos alrededor de la herida. El cuchillo ha sido clavado en la carne estremecida con tanta tranquilidad como si hubiera sido introducido en una vaina. Un arroyo de sangre hierve, se derrama y comienza a correr sobre sus músculos lisos”.
Marcel Ritter (“La contraite de l’Ebenbild. A propos de Confession d’un masque de Mishima”, revista Apertura, 1991, vol. 5), Confesiones de una máscara ofrece una ilustración clínica del efecto de coerción que caracteriza la Ebenbild, término de Freud que aparece en el último párrafo de La interpretación de los sueños y puede traducirse como “imagen fija” referida al pasado y con cierto valor profético: sería la matriz y la fuente de la repetición de lo mismo que esa imagen encarna, promoviendo así lo que no cesa de ponerse en escena.
A los doce años, Mishima describe la reproducción del San Sebastián de Guido Reni. Ritter afirma que la fascinación es por la desnudez blanca del cuerpo expuesto en la imagen de San Sebastián, levemente cubierto por un reducido paño que indica la relación velo-falo. Esta imagen funciona en Mishima como matriz de una serie de fantasmas sádicos, desde una fantasía masturbatoria de asesinar a un joven con un cuchillo hasta el sacrificio de un adolescente del cual está enamorado y que le es servido en un plato para ser destrozado y devorado. Ya señalamos que Mishima describió su destino a la manera de “un banquete completo de sinsabores”.
Rolando Karothy
Miembro de la Escuela Freudiana de Buenos Aires. Extractado del trabajo “Seppuku”, cuya versión completa puede leerse en www.efba.org - Fuente: Página 12
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